Por Mario Rosen*
En mi casa me enseñaron bien.
Cuando yo era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:
Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá,
que nadie discutía... Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así nos
mantenía a raya con la simple amenaza: “Ya van a ver cuando llegue papá”.
Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás salían a
trabajar... Porque había trabajo para todos los papás, y todos los papás
volvían a su casa.
No había que pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue. El respeto
por la autoridad de papá (desde luego, otorgada y sostenida graciosamente
por mi mamá) era razón suficiente para cumplir las reglas.
Usted probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un sometido, un
cobarde conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero acépteme esto:
era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me
contenían, me ordenaban y me protegían. Me contenían al darme un horizonte
para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían porque podía
apoyarme en ellas dado que eran sólidas.. Y me ordenaban porque es bueno
saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la sensación de abismo,
abandono y ausencia.
Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y
consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o
“escuchar cuando los mayores hablan”.
Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas
eran las mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos
los de la casa las cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales
ante la Sagrada Ley Casera.
Sin embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas” mediante
el sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al
borde del universo familiar y conocer exactamente los límites. Siempre era
descubierto, denunciado y castigado apropiadamente.
La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me
permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y
no había castigo sin culpables. No me diga, uno así vive en un mundo
predecible.
El castigo era una salida terapéutica y elegante para todos, pues
alejaba el rencor y trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las
travesuras no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal
travesura tal castigo.
Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados
a cumplir.
Así fue en mi casa. Y así se suponía que era más allá de la esquina de
mi casa. Pero no. Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y
dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había
“travesuras” sin “castigo”, y una enorme cantidad de “reglas” que no se
cumplían, porque el que las cumple es simplemente un estúpido (o un boludo,
si me lo permite).
El mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba.
Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo siendo un
ingenuo), nunca pude digerir, pero siempre me lo tengo que comer: "la
impunidad". ¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad. En mi
casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero también había
piedad.
Le explicaré: Justicia, porque “el que las hace las paga”. Piedad,
porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, y su dignidad
quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo, y listo... Y ni un
minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte, uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato.
Las reglas eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en mi casa.
Y así creí que sería en la vida. Pero me equivoqué. Hoy debo reconocer que
en mi casa de la infancia había algo que hacía la diferencia, y hacía que
todo funcionara. En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como
todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado. Esta
fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:
Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase
responsable, y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su
lugar.
Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo. Eso
es lo que nos arruinó. LA INSOLENCIA. Usted puede romper una regla -es su
riesgo-pero si alguien le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante
e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el
césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar
papeles al piso, tratar de pisar a los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar a no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes.
La insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y
denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar. Así
no hay remedio.
El mal de los Argentinos es la insolencia. La insolencia está
compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza. La insolencia hace un culto de cuatro principios:
- Pretender saberlo todo.
- Tener razón hasta morir.
- No escuchar.
- Tú me importas, sólo si me sirves.
La insolencia en mi país admite que la gente se muera de hambre y que
los niños no tengan salud ni educación. La insolencia en mi país logra que
los que no pueden trabajar cobren un subsidio proveniente de los impuestos
que pagan los que sí pueden trabajar (muy justo), pero los que no pueden
trabajar, al mismo tiempo cierran los caminos y no dejan trabajar a los que
sí pueden trabajar para aportar con sus impuestos a aquéllos que,
insolentemente, les impiden trabajar. Léalo otra vez, porque parece mentira.
Así nos vamos a quedar sin trabajo todos. Porque a la insolencia no le
importa, es pequeña, ignorante y arrogante.
Bueno, y así están las cosas. Ah, me olvidaba, ¿Las reglas sagradas
de mi casa serían las mismas que en la suya? Qué interesante. ¿Usted sabe
que demasiada gente me ha dicho que ésas eran también las reglas en sus
casas? Tanta gente me lo confirmó que llegué a la conclusión que somos una
inmensa mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos
acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes? Yo se lo
voy a contestar.
PORQUE ES MÁS CÓMODO, y uno se acostumbra a cualquier cosa, para no
tener que hacerse responsable. Porque hacerse responsable es tomar un
compromiso y comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o
criticado. Además, aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada,
ellos son pocos pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber
cuántos somos los que estamos dispuestos a respetar estas reglas.
Le propongo que hagamos algo para identificarnos entre nosotros. No
tire papeles en la calle. Si ve un papel tirado, levántelo y tírelo en un
tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo con usted hasta que
lo encuentre. Si ve a alguien tirando un papel en la calle, simplemente
levántelo usted y cumpla con la regla 1. No va a pasar mucho tiempo en que
seamos varios para levantar un mismo papel.
Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos,
aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla.
Si es un automovilista, respete los semáforos y respete los derechos
del peatón. Si saca a pasear a su perro, levante los desperdicios.
Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de
comenzar a desprendernos de nuestra proverbial INSOLENCIA. Yo creo que la
insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual.
Creo que la grandeza de una nación comienza por aprender a mantenerla limpia y ordenada. Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa.
Porque hay que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el desafío.
Los insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el
tiempo. Nuestro país está condenado: O aprende a cargar con la disciplina o
cargará siempre con el arrepentimiento.
¿A USTED QUÉ LE PARECE? ¿PODREMOS RECONOCERNOS EN LA CALLE ?
Espero no haber sido insolente. En ese caso, disculpe.
*El Dr. Mario A. Rosen es médico, educador, escritor, y empresario
exitoso. Tiene 63 años. Socio fundador de Escuela de Vida, Columbia Training
System, y Dr. Rosen & Asociados. Desde hace 15 años coordina grupos de
entrenamiento en Educación Responsable para el Adulto. Ha coordinado estos
cursos en Neuquén, Córdoba, Tucumán, Rosario, Santa Fe, Bahía Blanca y en
Centro América. Médico residente y Becario en Investigación clínica del
Consejo Nacional de Residencias Médicas (UBA). Premio Mezzadra de la
Facultad de Ciencias Médicas al mejor trabajo de investigación (UBA).
Concurrió a cursos de perfeccionamiento y actualización en conducta humana
en EEUU y Europa. Invitado a coordinar cursos de motivación en Amway y Essen
Argentina, Dealers de Movicom Bellsouth, EPSA, Alico Seguros, Nature,
Laboratorios Parke Davis, Melaleuka Argentina, BASF.